Fue en la época de Gorbachov cuando tuve ocasión de visitar el espléndido Museo del Hermitage de Leningrado. Eran tiempos de perestroika y glasnost, a palo seco, que no llevaban muy bien los rusos quienes disfrutan de lo lindo cuando se juntan en parranda de Baco.
En Madrid tenemos la ocasión de disfrutar en el Museo del Prado de una exposición temporal de fondos del Hermitage del hoy San Petersburgo. Hasta allí dirigí mis pasos, acompañado de mi hija, en una fresca mañana del otoño madrileño. Pedro el Grande y Catalina II nos reciben a la entrada en dos magníficos retratos que te inician en el ambiente palaciego de la corte de los Zares. A continuación las piezas arqueológicas de tribus nómadas siberianas y de los Escitas de los siglos V y IV a.C muestran el grado de desarrollo de la orfebrería y las influencias griegas en estos últimos.
La pintura completa las salas siguientes con obras notables como el Tañedor de Laud de Caravaggio o San Sebastian de Tiziano. Los lienzos se complementan con esculturas, alguna de ellas como La Magdalena de Canova que confirma mi pasión por la escultura, no muy abundante en el Prado.
Cierra la exposición la sala de impresionistas, post-impresionistas y abstractos, entre los que destacaría la Mujer con sombrero negro de Kees Van Doongen y la luminosidad, simbología y tamaño de la Composición VI del genio del arte abstracto Wasily Kandinsky que cierra la sala y que alabaría Clement Greenberg. Al girarnos, ya para salir, nos sorprende al lado de la puerta el pequeño Cuadro Negro de Malevich, que no te deja indiferente en su cumbre del suprematismo: la supremacía de la nada y el mundo de la no representación. En mi caso, tanta abstracción incita un poco al materialismo qué me llama para recuperar fuerzas con un frugal viático, a la vista de la hora.
En el paseo de regreso a recoger el coche un letrero de cerámica en la esquina de Casado del Alisal con Moreto llama mi atención, pues reza “CASA DE GALICIA”, así que oigo la llamada de la tierra: "airiños, airiños aires, airiños da miña terra...." y me digo: - “ahí vamos a celebrar la exposición”. En la vacía y amplia entrada solo un guardia de seguridad nos observa inquisitivo, y le digo a mi hija: -“creo que nos quedamos sin pulpo”, y pregunto al vigilante: -“oyó… ¿dónde está el Restaurante? El sorprendido vigilante me explica que aquello es la Delegación de la Xunta de Galicia y que allí no hay restaurante. “Pero en la puerta pone CASA DE GALICIA” “entonces… ¿aquí no hay empanada?” pregunto; “no, no” añade el amable y paciente vigilante; “que pena, no estaría mal” digo yo, a lo que él asiente mientras sonrie. Total, que me voy a palo seco, como los rusos con Gorbachov pero con el frescor del "Diluvio Universal" (Composición VI) de Kandinsky.
Al regreso a casa me entero por la página web que el edificio es el Palacio de Amezúa, adquirido por la Xunta en 1992. Quince personas componen el elenco laboral de la Delegación, me imagino que sin contar un par de conductores que se veían en el garaje en donde lucían tres Audi. Una rápida reingeniería de procesos mental, a la vista de las funciones que tiene, me hace dudar de la necesidad de este organismo en la actual situación económica: un Palacio en propiedad en pleno barrio de los Austrias, una abundante plantilla y una pequeña flota de automóviles de gama alta. En fin, solo espero que no sea igual con todas las Comunidades Autónomas, y me pregunto si los gallegos (incluyendo en esta ocasión a los de Ferrol, sin que sirva de precedente) necesitamos representar nuestros intereses en la Corte con un organismo semejante y si no hay alternativas más económicas.
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