Este año se celebra el tricentenario de la creación de la Real
Compañía de Guardiasmarinas, que en esos años ha proporcionado a la Armada los
oficiales que han servido en sus filas. Con tal motivo publico en
"Panorama" una versión abreviada de una crónica de mi época en la
Escuela Naval Militar (ENM). A algunas personas les podrá parecer excesivamente
crítica, pero estimo que los muchos años que he servido con orgullo en la
Armada, en su Cuerpo de Infantería de Marina, buscando los "puestos de mayor
riesgo y fatiga" en una carrera en tiempo de paz, me conceden el derecho
para hacerlo como crea conveniente, en el convencimiento de que sin una actitud
crítica no hay progreso.
Es difícil expresar sin pasión lo que fueron los años de internado en la
ENM, pero he intentado hacerlo “mirando hacia atrás sin ira”. Sencillamente,
esta es una narración de acontecimientos que sucedieron en el siglo pasado,
hace cincuenta años, en la que se mezclan hechos y opiniones, amenizados con
pinceladas del ambiente y visión del mundo de los jóvenes de la época.
La ENM se había trasladado desde San Fernando a la Villa de Marín en el año
1946. Sus instalaciones se asoman a la ribera sur de la Ría de Pontevedra, en
un paraje que dominan los altos de Castiñeira y que adorna la isla de Tambo. En
su planta y fábrica se aprecia el interés de la Armada por regenerar su Cuerpo
de Oficiales, tan destrozado en la guerra civil y, a la vez, proporcionar un
digno emplazamiento a una importante institución que había impartido sus
enseñanzas a bordo de buques-escuela y centros en tierra en los últimos dos
siglos y medio.
La Escuela Naval se gobernaba por un régimen interior que evidenciaba el
conocido problema de la resistencia de las organizaciones al cambio, que
también se manifestaba en la Marina, cuyos universos mentales
estaban más arraigados de lo que pudiera parecer. Su sistema de formación para
jóvenes de veinte años estaba inspirado en el de la época en que los
Guardiasmarinas lo eran de catorce: “siempre ha sido así”, se decía, y era
opinión muy extendida que el “sistema” funcionaba y producía buenos oficiales.
En fin, que tengo sentimientos contradictorios de mi paso por la Escuela,
muchos son buenos, pero la severidad del internamiento, el trasnochado régimen
interior y algunas carencias en la formación militar marcaron aquellos años de
juventud.
En la puerta de Carlos I me reuní, con los que iban a ser mis compañeros de
penas y alegrías y con los que se formaría la 1ª Brigada. Allí nos esperaban
los primeros responsables directos de nuestra formación: los Brigadieres, tres
alumnos del cuarto curso, acompañando al que durante quince días sería nuestro
primer Comandante de Brigada.
Los doce Aspirantes de Primero de Infantería de Marina nos alistábamos en
un Cuerpo del que en la Armada estaba muy extendida la idea de que su razón de
ser era dar la “tónica militar” a la Institución (pues al parecer no iba
sobrada). La idea se sustentaba en la disposición de la posguerra civil que
asignaba esta misión a la Infantería de Marina, con la que el Cuerpo no se
había conformado y buscaba su nueva razón de ser abrazando la guerra anfibia,
invirtiendo desvelos y energías para recuperar su identidad como Cuerpo de
Tropas de la Armada y como Fuerza de Combate.
El Cuerpo tenía entonces doce Coroneles, el mismo número de Aspirantes que
ingresaban. Desde nuestra llegada a la Escuela algo quedó claro: allí los
Infantes de Marina éramos con los de Intendencia y los de Máquinas ciudadanos
de segunda categoría, invitados, ya que la preeminencia del Cuerpo General era
omnipresente e inexplicable. Era difícil entender que la Armada no empleara
todo el potencial del capital humano que cada año recibía y limitara el acceso
a los puestos de responsabilidad en función de las notas de la oposición de
acceso a la carrera militar o de las funciones de cada cuerpo de oficiales. En
fin, baste decir que todos los puestos de cargos dirigentes, los Comandante de
Brigada, y la mayor parte de los Brigadieres estaban reservados para el Cuerpo
General, excepto media docena de Sub-brigadieres. No estoy seguro si hoy en día
esto ha cambiado en algo. En consecuencia no puedo decir que estuviéramos en
las mejores condiciones para aceptar lo que allí veíamos.
La vida en la Escuela empezaba temprano; al toque de “diana” a las seis y
media de la mañana saltábamos de la cama como autómatas y nos dirigíamos
rápidamente a los servicios de los dormitorios para el aseo matutino, pues a
las siete y diez había que estar sentado y callado en las mesas del Salón de
Estudio. La concentración o abstracción en el Estudio venía alterada por los
aires militares que la Música de la Escuela atacaba mientras se dirigía a las
ocho menos cinco de la mañana a proceder al izado de bandera; “La Bejarana” y
“Las corsarias” eran las marchas que mas sonaban. Al acabar el estudio había un
período de gimnasia para todas las Brigadas, para luego, después de la segunda
ducha de la mañana formar, todas las Brigadas en el Patio de Don Álvaro de
Bazán para la diaria revista de policía de nuestro Comandante de Brigada, para
comprobar si nos habíamos afeitado, limpiado las botas y llevábamos impecables
nuestros uniformes:
-“Primer fila al frente dos pasos, tercera fila media vuelta…” Finalizada
la revista comenzaban las clases de la mañana, que duraban hasta la hora de
comer. Las tardes se ocupaban en tres actividades: Instrucción Física y
Deportes, Instrucción Militar e Instrucción Marinera, que estaban básicamente
dirigidas por el Comandante de Brigada y algunos escasos profesores.
En el profesorado de la Escuela había de todo; la mayoría, probablemente
buenos profesionales, eran distantes con nosotros, pero también los había
altaneros y jaques: “sotas de espadas”, pavoneándose delante de nosotros, su
pésimo ejemplo también contribuyó a nuestra formación para mostrar cómo no
tenía que ser un oficial. Por su parte, la Dirección de la Escuela, celosa de
la tradición y de los valores del régimen, estaba investida de una suerte de
misión divina: algo parecido a la que recibió Saulo en el camino de Damasco;
alejada de la realidad de un mundo agitado con deseos de libertad, sus medidas
casi nunca eran bien recibidas por unos alumnos que no veían la hora de salir
de aquella trampa mortal. Solo la escasa libertad del medio sábado y el
domingo -con una pequeña ayuda de Baco- nos permitía ir tirando, imaginando que
aquello no podía ser de verdad la vida militar; yo sabía que tendría un final y
que luego llegaría la vida para la que creía haber nacido.
La Instrucción Física y Deportes no ofrecía muchas alternativas, pero al
menos era al aire libre, aunque existía una obsesión por superar cada año unas
marcas mínimas; además podías apuntarte a un equipo de algún deporte que te
tuviera ocupado y hacer más llevaderas algunas tardes. La llamada Instrucción
Militar era simplemente la instrucción de orden cerrado con mosquetón, con
alguna esporádica teórica de armas portátiles. Los adoquines de la explanada de
la Escuela veían impertérritos como generación tras generación, día tras día,
se repetían mecánicamente los mismos ejercicios dirigidos por los Brigadieres y
supervisados por el Comandante de Brigada.
A distancia, manos en la espalda con su cabeza erguida y pelada, embutida
en la gorra de plato, paseaba el marcial Capitán de Corbeta Jefe de
Instrucción, quizás meditando sobre la influencia del poder naval en la vida de
las naciones o pensando si formar la línea de batalla de sus acorazados sobre
la columna de babor o la de estribor, mientras vigilaba de reojo nuestros
esfuerzos por aprender algo que cualquier soldado aprendía en los primeros días
de su período de instrucción.
La Instrucción Marinera del primer año -todo un desafío intelectual- además
de algunas clases de nudos en el Pañol del Contramaestre, consistía simplemente
en remar en botes de nueve metros, tarde tras tarde, día tras día. La única
esperanza de romper la rutina era que alguna tarde te tocara al menos ir de
patrón: -¡listos para dar avante!...¡aaavante!: las trirremes en Actium.
Solamente en el último trimestre empezamos a arbolar los palos para poder
navegar a vela en los mismos botes; otra actividad muy enriquecedora, sentados
en el plan del bote esperando la siguiente orden: -¡Preparados para virar por
avante!...¡larga escota de trinquete! ¡caza mayor al medio! Al menos allí
estábamos tranquilos y no teníamos que remar… así día tras día: ”en paz o en
guerra, en calma o tormenta hay que navegar”… como avisaba la canción
“Cantinera”.
A partir de las cinco de la tarde en que terminaban estas actividades la
Escuela se convertía en el reino de los Brigadieres, que eran alumnos
seleccionados entre los del último curso, y todo supervisado por el
Profesor de Servicio. El último acto militar del día, antes de ir
de nuevo al Estudio, era la formación para la oración de la tarde, para la que
todas las Brigadas, al mando de los Brigadieres y presididos por el Jefe de
Servicio, formaban en el Patio de Don Álvaro de Bazán.
Acabado el estudio colectivo de la tarde llegaba la cena en el comedor de
alumnos, para a su finalización retirarse a los dormitorios en donde los
Brigadieres continuaban bombardeándonos con sus sonseras, con preguntas sobre
la Orden del día siguiente y cosas semejantes, mientras comprobaban si nuestras
lanillas estaban bien arranchadas encima de las banquetas. Así nos tenían
prisioneros hasta las diez y media, en que el corneta tocaba
"silencio", momento en el cual se apagaban las luces y caíamos rendidos
en un sueño profundo, aunque no siempre era así, pues a veces decidían que
habíamos hecho algo mal, algún gravísimo pecado que habría hecho revolverse en
su tumba al Marqués de la Victoria, en vista de lo cual nos ordenaban formar en
tres minutos en el patio, vestidos del uniforme que su superior criterio
determinara, normalmente para correr formados por la Escuela y recibir un
ejemplar castigo colectivo.
Otra forma más desagradable de castigo colectivo eran las llamadas “mudas”,
en la que con intervalos de tres minutos debíamos cambiarnos de un nuevo
uniforme y estar formados en la explanada, así varias veces hasta que habíamos
agotado todas las posibles combinaciones de nuestros variados uniformes. Los
castigos individuales consistían en “cofas” y “plantones”; las primeras
consistían en subir a la cofa del palo de la Escuela y permanecer allí el
tiempo que te hubieran ordenado, así que los condenados trepábamos por la tabla
de jarcia y arraigado para mantener autenticas conversaciones en la cumbre, a
veces bajo un buen chubasco; los plantones consistían en permanecer en posición
de firmes en los arcos del Casino de Alumnos el tiempo que te hubieran
ordenado, normalmente en múltiplos de un cuarto de hora. Estaba claro que
aquello no servía para nada, solo para confirmarte en lo absurdo de aquella
trasnochada disciplina académica.
Aparte de estas medidas disciplinarias existían los tradicionales arrestos
de fin de semana, administrados en fracciones de medio día; o sea que como no
salíamos nada más que el sábado por la tarde y el domingo hasta las diez y
media, a poco que te descuidaras te pasabas quince días sin ver el mundo
exterior, lo que te podía precipitar en una nueva espiral de arrestos.
La suerte nos vino a visitar con nuestro nuevo Comandante de Brigada, un
buen Teniente de Navío, que se afanó en inculcarnos los mejores valores de la
Marina y nos trató siempre con la consideración debida, lo que era la envidia
de las otras Brigadas.
En el ambiente dominante solamente las asignaturas militares llamaban mi
atención y en especial las prácticas de campo. Para mí y la mayor parte de los
Infantes de Marina, la alegría llegaba el viernes cuando nos íbamos al campo.
Poco a poco nos fuimos endureciendo y soportando las cargas que llevábamos,
empezando a disfrutar de las jornadas al aire libre desarrollando nuestro oficio,
en las que con un fusil en la mano y el cielo por montera te sientes el amo del
mundo, y eso sí: normalmente bajo la lluvia.
Aquel año de 1967 se implantó para las unidades de Infantería de Marina la
organización del Pelotón, Sección, Compañía y Batallón del U.S. Marine Corps,
lo que se hizo editando el Grupo Especial una serie de magníficas publicaciones
que nos introdujeron en el arte de la moderna guerra anfibia. En nuestras
salidas al campo practicábamos lo que prevenían aquellas publicaciones, de las
que solo la del Pelotón estaba al alcance de los Aspirantes de Primero. De esta
manera, actuando como fusileros girábamos como electrones alrededor de un
núcleo, constituido por un guardiamarina que hacía las veces de Cabo de un
Equipo de Fuego de cuatro hombres. Así, se nos desvelaron los misterios de sus
formaciones: la cuña directa e inversa, la guerrilla y la hilera de combate; en
apariencia solo geometría, combinatoria, coreografía marcial, pero algo
majestuoso si se ejecuta frente al fuego enemigo, y de eso los “Marines” sabían
un montón, ya que en él habían recibido su “divine spark”.
La instrucción de los alumnos de Infantería de Marina también incluía la
ejecución en invierno y primavera de unos ejercicios tácticos de diez días de
en el campo, para lo que se instalaban campamentos en zonas próximas a la
Escuela. Nuestro primer campamento se organizó en la Sierra de la Grova, para
lo que nos trasladamos a Bayona a bordo de los dos Patrulleros que tenían su
base en Marín: el “Pegaso” y el “Proción”. Desde Bayona comenzamos una marcha
hasta la zona de campamento, en donde los ejercicios tácticos se sucedían día,
tarde y noche. La zona está poco habitada, solo algunas parroquias aisladas,
pero es famosa por la llamada “rapa das bestas” que se celebra cuando se reúnen
a los caballos salvajes que viven sueltos en aquellos parajes para marcarlos.
El fin de semana del campamento nos ofreció la posibilidad de trasladarnos a
Tuy de “franco de ría” en donde nos alojamos en el edificio que hoy es el Seminario
Diocesano. Fueron un par de días estupendos, en los que disfrutamos de la
magnífica mesa gallega y sus vinos del Rosal.
A
veces las semanas se alargaban debido a los variados arrestos que nos imponían
por asuntos triviales, como: “no hacer la bola a diana”, “moverse y reírse en
la formación” de clase, “llegar tarde a formación”…etc., etc., o sea: delitos
terribles que suponían a veces un par de semanas sin salir de la Escuela. En
consecuencia, durante el fin de semana el Casino de Alumnos acogía las penas y
nostalgia de la libertad perdida que mitigábamos “sin sexo ni drogas, pero con
rock and roll y alcohol”.
En aquellos años hicieron irrupción los grupos de “soul” americanos;
solistas como Stevie Wonder, Otis Reding y James Brown, y grupos como
“Temptations” “The Supremes”, “Martha and the Vandellas” y “The Four Tops”
cuyas canciones sonaban en los altavoces del Casino trayéndonos sus
incomprensibles letras los aires de la libertad que se respiraba en el mundo de
la época.
El primer año académico finalizó para los infantes con un campamento en
la Península del Grove, cerca de la Batería de Costa de San Vicente do Mar.
Allí pasamos un par de semanas magníficas, haciendo ejercicios de tiro y
tácticos, en los que los de Primer Curso teníamos un papel secundario. Nuestro
"Jefe de Tribu", el Coadjutor, todo un personaje legendario en la
Escuela, nos permitía algunas escapadas al pueblo de El Grove a tomar algunos
viáticos, de donde volvíamos todos, profesores y alumnos, con alguna taza de
mas y un poco de sentido de menos.
Finalizado
el campamento, y de regreso a la Escuela nos preparamos para el viaje de fin de
curso, que hicimos a bordo de dos viejos minadores: el “Marte” y el “Neptuno”,
haciéndolo yo en el segundo. El crucero nos trajo otro motivo de alegría, pues
permitía que el régimen de internado se relajara y nos acercaba más a la
verdadera vida de la Marina. Aquel viaje en el “Neptuno”, viviendo en el
sollado de minas con coys para dormir, debo reconocer que fue formativo; visitábamos
puertos, conocíamos Instituciones, y ocupábamos el tiempo hablando con los
marineros, cabos y suboficiales de la dotación. La jornada comenzaba con la
“diana” que repetía el altavoz de órdenes generales: “Neptuno, diana, diana,
aferrado de coys y arranchado en batayolas”.
El
viaje incluyó los puertos de Tenerife, Huelva, Cartagena, Tarragona, Cádiz,
Santander, Ferrol y Marín. Tenerife nos ofreció la posibilidad de conocer algo
de las Islas Canarias, y por primera vez beber el whisky con agua de Firgas y
la sensación de ser marinos en puerto…con un par de ellos a bordo. En Huelva
visitamos la Rábida, en donde profundizamos en el conocimiento de la gesta de
Colón, que apasionadamente nos ilustró el Comandante de Marina, un singular
Capitán de Navío.
Cartagena
nos acogió con las habituales visitas, pero también supuso el primer contacto
con las unidades de Infantería de Marina durante la visita al Tercio de
Levante, en el que nos mostraron el moderno material de procedencia americana
con que estaba dotada la Unidad de Desembarco, que luego complementaríamos con
una visita en San Fernando al Grupo Especial, hoy Tercio de Armada. Aquellas
dos visitas no nos proporcionaron tanto conocimiento como el legítimo orgullo
de sabernos diferentes, con nuestra propia identidad, que las unidades se
esforzaban en cultivar, y comprobar que había luz al final del túnel.
El
último puerto antes de volver a Marín fue Santander, en donde juramos Bandera,
bautizándonos como la Promoción Santander. La ceremonia fue presidida por el
Jefe del Estado, Generalísimo Franco, y en el mismo acto se impuso la última
Cruz Laureada de San Fernando de la historia contemporánea española al Coronel
Palacios Cueto, por su actuación en la División Azul en el frente ruso y en su
cautiverio. En Santander vimos por vez primera en acción, en una demostración
anfibia en la playa de Sardinero, a las unidades del recién creado Tercio de
Armada.
En
aquel año de agitación social, mientras leíamos una domesticada prensa y alguna
no tan domesticada como “Cuadernos para el Diálogo” y la revista SP, la música
de Joan Baez acompañaba nuestro tiempo libre; los Moody Blues cantaban “Nights
in white satin”, los Procol Harem su “Whiter shade of pale” y Simon &
Garfunkel su “Sounds of silence”. Sabíamos que se avecinaba el fin de una época
y que España no podía seguir siendo “diferente” como preconizaba el régimen y
en verdad que anhelábamos nuevos vientos.
La
mañana del 20 de agosto, la radio informó que las fuerzas del Pacto de Varsovia
habían invadido Checoslovaquia aplastando los deseos de libertad del pueblo y
terminando con el régimen liberal que se había instaurado. Nosotros, en nuestra
"torre de marfil" éramos poco conscientes del déficit de libertad en
que vivía el pueblo español, pero ya teníamos revistas y publicaciones que nos
daban pistas de cómo debería ser nuestro futuro en libertad, que aún tardaría
en llegar.
El
Segundo Curso fue mejor que el
primero, con más asignaturas propiamente militares, como la táctica y el tiro.
La Táctica se basaba en las publicaciones de la Infantería de Marina de los
EEUU que habían traducido y editado en el Tercio de Armada. Aquello fue una
auténtica “revolución cultural” en la Infantería de Marina, un esfuerzo
ingente, hecho por oficiales con la ilusión de modernizar el Cuerpo, y en
verdad que lo consiguieron. Aquella táctica era poco apreciada por los viejos
profesores, que se conocían la antigua táctica del Ejército de Tierra español y
no parecían muy dispuestos a impulsar el cambio, que nos llegó de la mano de
jóvenes Capitanes que llegaban del Tercio de Armada, quienes supieron dar un
giro radical a la enseñanza y la forma de impartirla, inculcándonos los valores
y espíritu que deberían animar a un buen oficial, y enseñándonos las técnicas
que necesitaríamos para el desempeño de nuestra profesión. Sobre todo nos
inspiraban el orgullo: el orgullo de saber que pertenecíamos a una casta de
soldados, a un Cuerpo de Tropas y eso nos hacía sentirnos diferentes de todos
los demás; ni mejores, ni peores: diferentes…los infantes de marina… ni mas, ni
menos.
Otro
Capitán de Infantería de Marina, sólido intelectual, nos ayudó con sus clases
de Pedagogía del Mando a ampliar nuestros horizontes y pensamiento crítico -por
supuesto saliéndose del temario- al presentarnos nuevos límites al
conocimiento, enseñándonos a “filosofar con un martillo” para conocer el fondo
de las cosas.
Ese
año se incorporaron a nuestra Brigada varios compañeros de la anterior; era la
demostración de que el plan académico no estaba bien concebido, pues no parecía
razonable hacer repetir un curso a gente que podría aprobar las asignaturas
pendientes a lo largo del año siguiente, pero menos razonable todavía era
repetir por “Espíritu Militar”, algo que no abundaba en la Escuela y cuya
métrica desafiaba el sentido común de cualquier Oficial bien formado. Total que
se nos incorporaron un grupo de buenos amigos, uno de ellos de Máquinas, quién
formaría él solo la Promoción del Cuerpo de Máquinas de la Brigada: brillante,
¿no?...clases particulares.
El
segundo año nos introdujo en las técnicas del tiro de Infantería y de
Artillería, que comenzó siendo impartidas por una vieja gloria de la Escuela
Naval. El método era casi de la Primera Guerra Mundial, basado en un anticuado
texto de tiro y en las tablas de tiro de los cañones de infantería de 65/17 y
de 75/13. El tiro parecía algo esotérico y científico. Ya en primer curso
tuvimos ocasión de comprobar lo complejo que resultaba, cuando los
Guardiamarinas pertrechados de tablas de logaritmos y tablas de tiro ejecutaban
una compleja preparación topográfica antes de comenzar el fuego, en un proceso
sin fin, eterno, en el que “spotters” y telémetros se visaban unos a otros
conduciendo a unos interminables cálculos que producían finalmente una elevación
y deriva para morteros de 81mm y cañones sin retroceso. Yo era bastante lego en
el arte militar, pero columbraba que la guerra no podía ser así: con las tablas
de logaritmos en la mano; quizás era la forma de demostrar que también los
infantes estábamos tecnificados y sabíamos matemáticas…”pardas”. En Enero de
aquel año un nuevo profesor, procedente del Tercio de Armada se encargó de
demostrarnos lo anticuado de aquel extraño método de tiro.
En
Segundo Curso nos encontramos también con la Electrónica. Si ya la enseñanza de
la Electricidad en primer curso había sido de muy bajo nivel, la de Electrónica
en segundo siguió la misma tónica. No comprendía por qué nuestros compañeros de
Cuerpo General estudiaban -partiendo de idéntica preparación al ingreso- una
Electricidad y Electrónica más avanzadas, además de Mecánica, como continuación
del Análisis Matemático del primer año, y los infantes de marina continuábamos
dando libros americanos muy elementales y nada de Mecánica.
Como
complemento del Crucero de fin de curso teníamos alguna navegación esporádica a
bordo de buques de la Flota. Con tal motivo, en Marzo fondeó en la ría la 51ª
Escuadrilla de Fragatas para una colaboración de cuatro días con los alumnos de
la Escuela. Aquella tarde nos repartieron por las cuatro Fragatas, tocándome en
suerte el “Vulcano”. Una vez organizadas y repartidas las guardias me asignaron
la de media, así que me acosté y en medio de una noche fría y ventosa formé en
cubierta con mis compañeros de la guardia de media para que nos asignaran
puestos.
No
sé cómo ni por qué me vi en un grupo que en silenciosa fila, como la Santa
Compaña, subía al puente haciendo esfuerzos para no caerse tanteando el camino
entre balances y cabezadas, para finalmente entrar en el totalmente oscurecido
puente de gobierno, al menos para las almas en pena que llegábamos que no
veíamos ni para jurar, así que agrupados y prietas las filas cómo la falange
macedónica para apoyarnos en lo que se avecinara, esperamos a que nos dieran
instrucciones mientras acomodábamos nuestra vista a la escasa luz
existente. De repente en un altavoz situado encima de mi cabeza sonó
mezclada con un chirrido de fondo una irrepetible e incomprensible frase en un
idioma que parecía ingles, lo que me dejó estupefacto pues yo servía en la
Marina Española, pero me quedé más aun cuando el que parecía ser el Oficial de
Guardia se dirigió a mi diciéndome: - “Da el recibido” señalando hacia mi
espalda. Al girarme para tratar de hacer algo positivo e improvisar algo que
salvara la jornada, me encontré con un mamparo lleno de teléfonos, yo diría que
mas de los que había visto en toda mi vida, así que ante esta inesperada y
desesperada situación no tuve más remedio que confesarme y volviéndome hacia el
Oficial de Guardia le dije : “es que yo soy de infantería”, a lo que algo
nervioso y con voz fuerte ordenó: “los de infantería: al puente alto, de
serviolas”…ya te digo: más de lo mismo.
Nuestra
vida escolar continuaba, y mientras evolucionábamos arma en mano por los montes
de Galicia, en los Estados Unidos sus jóvenes continuaban muriendo en la guerra
de Vietnam, que seguíamos por la prensa. Pronto aprendimos nombres como Khe
Sanh, Cam Ramh, el Delta del Mekong, la ruta Ho Chi Minh y vimos con pena como
sus soldados, nuestros “marines”, eran recibidos sin la menor consideración a
su vuelta a casa desde Vietnam. País ingrato y despreciable el que no cuida a
sus soldados, reclutados por medio del servicio militar obligatorio y mandados
a morir a una guerra lejana. La agitación estudiantil y la oposición a la
guerra, a la que se unen los asesinatos de Robert Kennedy y el activista en la
lucha por los derechos civiles de los negros Martin Luther King nos mostraban
la imagen de un país dividido por la guerra.
El
deporte no ha sido algo que se tome con interés en la Armada, más allá de la
afición personal de algunas personas, como es el caso de los tiradores. Los
Campeonatos de Marina de Tiro se celebraron ese año en Pontevedra, en un Campo
de Tiro civil, en vista de lo cual algún visionario de la Escuela decidió que
debíamos formar un equipo, cometido que se asignó a los Infantes de Marina, así
que para arma larga nos presentamos voluntarios un pequeño grupo. Cuando fuimos
a recoger la “artillería” nos quedamos estupefactos al comprobar que eran
viejos mosquetones de principios de siglo, recalibrados al .22, así que con
marinera azul, peto blanco y lepanto, pertrechados con nuestras armas de última
generación (del siglo XIX) salimos, como los otrora mosqueteros del Rey de
Francia a la campaña de La Rochelle, a defender en Pontevedra el honor de la
Escuela Naval. Allí nos encontramos con los adversarios, auténticos maniáticos
del tiro, pertrechados con un equipamiento que convertía al nuestro en
ridículas antiguallas.
En
la primera tirada le tocó en suerte a uno de mi promoción el puesto al flanco
de un Teniente Coronel que había obtenido cierta notoriedad como tirador en el
concurso de la televisión “La unión hace la fuerza”. No tardó mucho mi
compañero en comenzar su campaña de guerra psicológica para desequilibrar al
adversario, comenzando por alabarle sucesivamente el traje con refuerzos de
cuero que lucía, las gafas, las viseras con parasol y otros artilugios, lo que
empezó a desquiciarle, incrementando la excitación cuando, ya en posición de
tendido, le pedía continuamente silencio, pero el pobre no sabía con quien se
las tenía que ver; así que empezada la “balasera” mi compañero se abalanzó
sobre su anteojo de observación firmemente asentado en su trípode y apuntado a
su blanco para ver sus impactos mientras le decía: -con su permiso mi Teniente
Coronel, déjeme ver cómo me está saliendo…El pobre Teniente Coronel ya no pudo
más y de un brinco se puso en pie mientras gritaba: -¡que me quiten de en medio
a este tío! Creo recordar que un profesor con buen criterio clausuró al
instante nuestra participación en la competición.
El
campamento de verano de aquel año se instaló en la Playa de Area da Cruz en la
zona de Punta Fagilda, cerca de La Lanzada, en donde podíamos hacer ejercicios
integrando el fuego de nuestras armas pesadas y el movimiento de unidades de
fusiles. Allí atacábamos las supuestas posiciones del enemigo con fusiles de
asalto y granadas de mano, mientras los morteros de 60 y 81 mm y los cañones
sin retroceso de 75 mm apoyaban con sus fuegos. El campamento incluía también
prácticas de fortificación y ejercicios tácticos sin fuego por la zona y, cómo
no, alguna escapada a Portonovo.
Después
del campamento de primavera llegó el esperado Crucero de fin de Curso, que esta
vez hicimos las promociones de Primer y Segundo Curso a bordo del Minador
“Marte”. Tampoco esta vez teníamos mucho que hacer a bordo, pero al menos
éramos los veteranos. A bordo del “Marte” íbamos los Aspirantes de Primero y
Segundo, unos 120, hacinados en el sollado de minas con coys para dormir, con
diminutas taquillas, servicios y duchas escasas, y mas escasa aún el agua.
Nuestras
guardias a bordo no exigían un gran esfuerzo intelectual: cuartelero en los
sollados, de guindola en cubierta, o de serviola, ésta última la más divertida
porque además de estar en el puente alto y ver la mar, el tráfico marítimo y
las costas, si tenías suerte, te podía tocar de Oficial de Guardia un Teniente
de Navío, magnífico oficial, al que todos admirábamos, quien no solo nos daba
conversación durante la guardia, sino que en la de alba nos invitaba a un café;
unos años después perdió la vida al estrellarse en vuelo el helicóptero
"Huey Cobra" que pilotaba con un "Hughes 500".
El
crucero incluyó escalas en los puertos de Cádiz, Las Palmas, Mahón, Cartagena,
Sevilla, Ferrol y Santander: todo un clásico, todas las Bases y Santander de
premio. A pesar de las estrecheces de la vida a bordo, los embarques nos
permitían el contacto con la Marina real, con su gente, y además disfrutar de
una cierta relajación de la disciplina académica. Cádiz, Cartagena y Ferrol
eran escalas obligadas, con visitas a las instalaciones de la Armada, y Las
Palmas tenía el encanto de las compras, en las que invertíamos nuestros escasos
ahorros. En Sevilla estuve de guardia un día, vestido con uniforme blanco
cerrado, viendo poner en la cubierta cumbres, patarraes y toldos con los que al
menos nos aislábamos algo del sol, aunque el calor era abrasador... "las
calderas de Pedro Botero". Con la caída de la noche, y para dormir en el
sollado de minas, había que colgar los coys, pero en puerto preferíamos dormir
a plan liados en las mantas sobre las colchonetas de los coys, pero aquella
noche con un horrible calor que irradiaban las recalentadas planchas del barco
después de veinticuatro horas atracados en el río, sin una brizna de aire, no
había quien durmiera, por lo que se decidió abrir las portas de popa, por las
que entró inmediatamente una terrible horda de mosquitos de los que debíamos
defendernos envueltos en las mantas: una difícil elección entre el calor o los
mosquitos... "qué noche la de aquel día".
Al acabar el curso, ya con las palas de Guardiamarina, marché de
vacaciones hasta el 1 de septiembre, en que debería volver a la Escuela para
continuar los estudios.
http://reymeric.blogspot.com.es/2017/08/cuando-las-brisas-soplan-serenas-ii_25.html
No hay comentarios:
Publicar un comentario