Regresar a la
Escuela Naval como Guardiamarina de Primero es algo especial, pues se llega con
la ilusión de recibir los primeros sueldos, los que dan la independencia
económica. La vida en la Escuela no iba a cambiar mucho, aunque con la experiencia
de un par de años en aquella casa, trataríamos de sacarle todo el partido
posible al severo régimen de internado. Exteriormente la veteranía se
manifestaba en la forma de llevar el “lepanto”: algo caído hacia delante, y con
la ropa más corta y estrecha, en especial cuando se vestían las marineras
blancas con la tela corta en los mangas y en la longitud de los pantalones, con
la caña de las zancas casi al aire ¡unos veteranos!
Ese año llegó
mi hermano, que había obtenido plaza en la Promoción de Cuerpo General. El día
que volví de mis vacaciones de verano me lo encontré vestido de uniforme de
marinero blanco siguiendo la tradición de la Armada: de plantón en los arcos
del Casino de Alumnos; como decía: siempre había sido así…
Las salidas al campo continuaban
proporcionándome las mayores satisfacciones: marchas, ejercicios tácticos y
sobre todo el tiro con los procedimientos norteamericanos; aquellas
prácticas te hacían sentir soldado. Las funciones de observador llevando los
efectos del fuego a donde quisieras, ser parte importante de un equipo,
la preparación de las comunicaciones; en fin: el oficio.
En un día de primavera estando de
prácticas de campo, después de los ejercicios de mañana, nos llevaron a
descansar a Bueu. Esta villa era la cuna y el lugar preferido de descanso de
nuestro Coadjutor, y en donde solía conducir a los profesores a comer a algún
restaurante conocido suyo. Mientras tanto nosotros deambulábamos por el pueblo
para matar el gusanillo con alguno de los bocadillos o alguna pieza de fruta
que nos daban de viático.
Aquel día además del gusanillo
“matábamos moscas con el rabo”, de manera que en nuestro deambular, otro
compañero y yo, nos topamos con el Jeep de
nuestro Coadjutor aparcado en la puerta de un restaurante. Deslumbrados por la
belleza del descapotado vehículo decidimos emular a “Patton” en
Normandía y llevárnoslo a dar una vuelta por el pueblo, estimando que nos daría
tiempo a devolverlo a su sitio antes de que acabaran de comer los profesores.
Cuando calculamos que ya deberíamos volver para dejar el Jeep en
su sitio y embocamos la calle del restaurante, se nos desveló instantáneamente
lo equivocado de nuestra “estimación de la situación y de las posibilidades del
enemigo” al comprobar, como Helmut
von Moltke a lo largo de sus campañas, que el enemigo había escogido
una posibilidad que no habíamos estudiado, pues nos topamos en la puerta del
restaurante con el cuerpo principal del enemigo, con todo su potencial, como el
General prusiano Albensleben en Mars la
Tour. Allí estaban todos los profesores, mílites gloriosos, teresianas
armadas, artillería a la cadera, miradas de abiertas cachicuernas de Hellín,
formados en línea en la acera, a modo de Guardia Militar, para rendirnos honores,
con el Coadjutor a la cabeza.
Al descender del Jeep saludamos
militarmente a nuestro Comandante -como prevenían las ordenanzas- quien en vez
de responder al saludo llevando la mano a la gorra, escogió para la ocasión los
superiores honores de Jefe de Estado, al hacerlo a la voz y al cañón,
disparando una escala de interjecciones en tono, intensidad y timbre crecientes
que incluían, entre otras lindezas: ¡mamarrachos!...¡majaderos! y lo que es
peor aún, la más temible maldición que podía salir de la boca de un
excombatiente de Franco en la Guerra Civil:…¡milicianos! Aquello no auguraba
nada bueno, e inmediatamente supimos que acabábamos de cruzar el Rubicón de las
medidas disciplinarias. Total, que tuvimos un justo arresto al quedarnos sin
vacaciones de Semana Santa y de paso aprender una lección de táctica: “La
aparición inopinada del enemigo en un flanco produce la sorpresa táctica”... ¡y
qué sorpresa!
Las asignaturas del tercer año
incluían la Táctica General con el empleo de las Armas y Servicios, y un
complemento que se llamaba “Empleo táctico de las armas atómicas”…sorprendente
¿no? Pues sí, para nuestra perplejidad, en aquella asignatura estudiábamos como
protegernos de las armas que nos lanzara el enemigo; de manera que estimando el
“deseado tierra cero” -DTC- debíamos determinar la protección que se debía dar
a nuestras tropas. Afortunadamente en mi carrera militar nunca tendría ocasión
de aplicar esa disciplina.
La Armada
programaba escalas en Marín para los buques que si dirigían o bajaban de Ferrol
y la Escuela aprovechaba para embarcar a sus alumnos e ir conociendo nuestras
unidades. Una de las escalas la constituyó una Agrupación de la Flota que
encabezaba el Portahelicópteros “Dédalo” (ex USS "Cabot")
en el que tuvimos ocasión de embarcar y ver operar en su cubierta a los
helicópteros del Arma Aérea. El barco se veía que era bastante viejo y no
impresionaba su estado de conservación, pues ya había conocido mejores tiempos,
en especial durante la Segunda Guerra Mundial en el Pacífico, en la que fue
seriamente dañado por el impacto de un “Kamikaze”, pero sabíamos que era
un elemento fundamental para reconstruir la capacidad aérea de la Armada, así
que viejo y todo, estábamos muy orgullosos de él, pues nos permitía pertenecer
al reducido número de marinas que operaban portaaviones. Mi Brigada pagaría con
la vida de tres de nuestros compañeros el precio de pertenecer a ese
grupo.
En las vacaciones
nos olvidábamos de nuestras penas escolares y aprovechábamos para disfrutar del
ambiente del cambio de década y la llegada de la modernidad a Madrid: los hippies,
los mini-pull y las minifaldas, el “Drugstore” de Ramón
de la Cruz, los aperitivos en los bares de moda de Serrano, y algunas tardes en
las discotecas o de guateque en casa de quien lo organizara. Eran unas
vacaciones magníficas en una ciudad llena de vida y de ansias de libertad, de
la que ya veíamos sus primeras manifestaciones
Ese año se
produjo una novedad en la vida de la Escuela, pues se decidió que el viaje en
el “Juan Sebastián de Elcano” se trasladaría del cuarto año de carrera al
tercero, lo que supondría dividir nuestra Brigada, para que nuestra promoción
de Cuerpo General hiciera el viaje con la Brigada anterior, mientras las
promociones de Infantería de Marina, Máquinas e Intendencia de la mía lo
haríamos al año siguiente.
Dentro de las
prácticas previstas, el día 31 de Mayo embarcamos en la 51ª Escuadrilla de
Fragatas, haciéndolo yo en el “Vulcano” para lo que sería un excelente crucero
de fin de curso. Visitamos varios puertos nacionales Algeciras, Málaga, Cádiz,
Las Palmas, Cartagena, Mallorca, Toulon y Ceuta. Tuvimos
ocasión de disfrutar en los puertos, algunos de ellos ya conocidos, y realizar
visitas profesionales.
De Toulon fueron nuestras mejores
experiencias: el descubrimiento de una realidad distinta a la de España en la
Francia democrática del General de Gaulle; el contacto con la marina francesa,
conociendo sus buques e instalaciones; nuestras excursiones por la Costa Azul y
paseos por Saint Tropez: magnífico. A bordo los infantes de marina
hacíamos guardias de cubierta en las que ocupábamos el cuarto del Oficial de
Guardia en puerto que compartíamos con el Contramaestre de Cargo, prototipo de
ferrolano, cuya amena conversación y sus aventuras entretenían mis guardias
nocturnas.
Al regreso a
la Escuela recibimos a nuestros compañeros de Brigada que volvían de su crucero
a bordo del “Juan Sebastián de Elcano” y formamos otra vez todos juntos para la
preparación del día del Carmen. A nosotros ya nos quedaban solo cuatro meses
efectivos en la Escuela, ya que al año siguiente embarcábamos en el "Juan
Sebastián de Elcano” y el último año, ya Alféreces, nos íbamos de prácticas al
Tercio de Armada: nuestros pesares estaban casi a punto de terminar.
El
cuarto curso comenzó con el regreso a la Escuela en septiembre, esta vez con
nuevo Comandante de Brigada, también celoso de la tradición. La alegría llegó
con un pagamento en el que cobramos 10.200 pesetas de nuestro primer sueldo de
mi nuevo empleo y algunos atrasos, aunque el verdadero sueldo era de 2.274
pesetas, que teníamos que ganarnos con el estudio.
Las
asignaturas de este curso eran muy interesantes y típicamente militares, además
el curso incluía las Prácticas de Campo en las que tomábamos el mando de todos
los ejercicios, que incluían los de tiro en Punta Fagilda. La Instrucción
Marinera nos daba ya más libertad, de manera que solía salir en Snipe con
algún compañero.
En
diciembre tuvimos el habitual campamento de invierno para el que nos
trasladamos a Bayona a bordo del RR20 y a continuación a la zona de ejercicios
en Santa María de Oya. Al finalizar el campamento disfrutamos de una salida de
francos a La Guardia. En esta localidad disfrutamos de la civilización y de las
timbas de cartas, jugando buenas partidas al tute y una cena estupenda en el
restaurante "Riveiriña."
Acabadas
las vacaciones, el tren expreso de Cádiz nos llevó desde Madrid a embarcar en
el que sería nuestra casa en los siguientes seis meses: el Buque Escuela de
Guardiasmarinas “Juan Sebastián de Elcano”. Desde la estación se veían
esperándonos sus cuatro palos, que acabaríamos conociendo tan bien como el de
la Escuela.
La
salida a la mar en Cádiz en un día de Enero no puede ser sin un buen poniente y
su consiguiente marejada, así que en seguida vimos dar el aparejo a la dotación
e inconscientemente buscamos nuestro sitio en la maniobra. Esa misma tarde, sin
la costa a la vista, formamos para empezar las prácticas de maniobra, y
siguiendo mi "mala" costumbre de formar a la cola de las formaciones,
me vi escogido para el grupo de juaneteros, de manera de que antes de un
santiamén me vi trepando por la tabla de jarcia rumbo al juanete, en donde no
pude menos que maravillarme de la vista desde aquella altura, posteriormente me
asignaron al velacho, pues mi talla no era la apropiada para moverse por el
marchapiés y trabajar. No sé cómo lo hacíamos, pero conseguíamos largar y
aferrar las velas con bastante soltura, sin arneses de seguridad ni nada, no
como se hace hoy en día.
El
Crucero de Instrucción era otro paso más en nuestro camino: una mirada al
mundo, el sentido de lejanía de casa, la libertad en puertos extranjeros, el
contacto con otras culturas, todo era nuevo e ilusionante; sin embargo el
Elcano era también parte del “sistema” y sus custodios eran dignos
representantes de lo más granado de la tradición. Solo la juventud que
disfrutábamos y la camaradería hacen que el balance de aquel viaje no sea
negativo. Nos seguían tratando, en nuestro cuarto año de carrera, con veintidós
años, como si tuviéramos diecisiete, lo dicho: “siempre había sido así”.
Al
Comandante lo veíamos pasar de toldilla al puente, sin tener jamás contacto con
nosotros, aunque había un turno para comer con él en su cámara; del segundo
sabíamos que era simpático y que hablaba italiano, aunque no con nosotros; los
oficiales: a lo suyo…; solo un par de Alféreces de Navío y nuestro profesor de
Infantería de Marina se salvaban de la quema.
Santa
Cruz de Tenerife nos esperaba como primer puerto, y el objetivo para nuestras
compras, para lo que veíamos perfectamente instruidos por nuestros compañeros
del viaje anterior; aquello era muy fácil: comprar pagando con letras que
vencían al finalizar el viaje. Los indios de Canarias siempre han sido buenos
comerciantes.
La
escala en Tenerife fue más larga de lo previsto, casi quince días, pues el
barco tuvo una avería en el embrague de la hélice. Fueron unos días estupendos,
disfrutando de sentirnos unos verdaderos marinos, pero en cierta medida
anhelábamos salir a la mar pues suponía cruzar el Atlántico, lo que hicimos a
vela en 24 días, entrando en el Caribe, en demanda de La Guaira, entre las
islas de levante de Martinica y Dominica, para luego fondear en el archipiélago
de Los Roques y adecentar el barco antes de la entrada en puerto.
En
La Guaira nos esperaba en el muelle una impresionante banda de la Marina
venezolana, que atacaba pasodoble tras pasodoble incapaces de tocar estáticos,
como hacen las bandas españolas, sino siguiendo con mucha gracia con sus
movimientos el ritmo de la música.
Tuvimos
ocasión de visitar la Escuela Naval venezolana, y disfrutar de sus magníficas
instalaciones, así como asistir a recepciones de las comunidades regionales
españolas en Caracas, a donde solíamos ir todos los días. Previamente se nos
explicó a bordo lo que podíamos decir y no decir y el tipo de preguntas y
reproches que se nos harían, en clara demostración de algo de nuestra querida España
no marchaba de acuerdo con los estándares de la época, cosa que para algunos de
nosotros era más que evidente. Nos llamaba la atención las inquietudes
políticas que tenían los venezolanos quienes hablaban continuamente de
política. Da pena el verlos ahora con la desgracia que les ha caído en la forma
de sus presidentes.
De
la Guaira salimos rumbo a Bradenton, en Florida, para asistir a la
conmemoración de la llegada de Hernando de Soto; la llamada “De Soto
Celebration”. En el tránsito nos acercamos a las inmediaciones de La
Habana, mientras deseábamos tener otra avería que nos obligara a entrar en
puerto, lo que lamentablemente no sucedió.
Bradenton,
en cuya bahía fondeamos, era la típica ciudad americana dispersa en una amplia
zona, en la que sin un coche no eres nada, difícilmente comparable con una
ciudad española, aunque hasta allí nos llevaba el participar en los actos
conmemorativos de la llegada de Hernando de Soto a Florida.
Los
actos consistían en el simulado desembarco de los conquistadores españoles y su
primer contacto con los indios, seguido de una especie de corrida de toros. La
supuesta plaza era un círculo de tribunas escalonadas que rodeaban una arena
cercada de tela metálica en la que escarbaba el suelo con sus pezuñas un toro
con joroba, una especie de búfalo de más de 600 kilos. Los dos toreros
aparecieron montando al galope sendos caballos para el regocijo de todos los
presentes, mientras el toro acometía con fuerza uno de los palos de madera que
sostenían la tela metálica. Aquello no anticipaba nada bueno, pues mientras uno
de los toreros, ya a pié, citaba sin éxito al toro, este parecía que solo
quería abrirse camino golpeando el poste, por lo que un par de policías habían
ya tomado posiciones, con sus revólveres listos para la eventualidad de el toro
se liberara, lo que finalmente hizo. Fue el plomo y no el acero el metal que
acabó con su vida. Nuestra sorpresa fue mayúscula y mientras parte de los
espectadores huía de la escena del crimen, los españoles reíamos a carcajadas
ante semejante espectáculo.
De Bradenton nos
dirigimos en demanda de la desembocadura del río Missisipi, para llegar a Nueva
Orleáns. El tránsito fluvial fue por la tarde y durante la noche, para llegar a
la preciosa ciudad de Nueva Orleáns por la mañana. Nos atracaron en el centro,
cerca de la zona comercial de la ciudad, y a distancia de la zona histórica. La
ciudad lucia su herencia española, pues había sido la capital de la provincia
de Luisiana. El denominado “French Quarter” o Barrio Francés, fue
también el antiguo barrio español, cuyo centro es la Plaza de Armas, rodeada de
calles en la que se puede ver su antiguo nombre español.
Nueva
Orleáns nos ofreció al grupo de jóvenes que allí llegamos el primer contacto
con los Estados Unidos, y allí pudimos admirar su cultura, sus tradiciones y
los últimos balbuceos de su humillante “apartheid” que impedía a la
gente de color ir en los mismos autobuses que los blancos, y que dispararía el
movimiento de derechos civiles.
En
los alrededores de Bourbon Street pasamos nuestros mejores
momentos, disfrutando del magnífico ambiente de la ciudad y sus salones de
jazz. Una de las visitas que hicimos fue a los Astilleros Avondale, en donde
tuvimos ocasión de ver la construcción de las Fragatas de la clase “Knox”,
a las que capivoltaban en la grada para hacer el cableado y ser posteriormente
botadas de costado al río. El diseño de aquellas fragatas se modificó para
convertirse la clase “Baleares” en nuestra Armada.
El
periplo americano finalizó con la escala en la impresionante Nueva York que nos
deslumbró con su magnificencia y sus dimensiones, algo nunca visto por
nosotros. El pasear por sus calles, sus edificios, el “Empire State” y
las famosas “Torres Gemelas” entonces todavía en construcción, la visita a sus
museos, las recepciones que tuvimos y las visitas eran toda una clase de
mundanidad que ayudaron a transformar nuestra visión de la realidad.
Antes
de las vacaciones previas al embarque nos asignaban en la Escuela los títulos
de unas conferencias que debíamos impartir durante el crucero; a otro compañero
y a mí nos tocó en suerte “La guerra subversiva”, que me comprometí a preparar
solo, lo que me obligó a buscar información en algunos libros y artículos de
revistas. Aquel contacto con la subversión y los movimientos clandestinos
españoles me permitieron reflexionar sobre la realidad española y la ausencia
de libertad que teníamos. Fue el único trabajo para exponer que hice en mis
cinco años de carrera. El resultado fue razonablemente bueno, aunque mis pocas
tablas hablando en público no ayudaron al éxito. Todos los comienzos son
difíciles.
El
regreso a Europa lo hicimos por la derrota del Norte, aprovechando los vientos
del oeste, así que salimos en demanda de Lisboa, y una tarde con todo el
aparejo dado conseguimos dar 16 nudos antes de meternos en una importante
borrasca. En estas largas navegaciones los infantes de marina no teníamos mucho
que hacer, solo estudiar algo de las asignaturas cuyas lecciones recibíamos por
la mañana, jugar al tute, y hacer nuestras exigentes guardias de cuartelero o
de guardia interior: seguíamos siendo invitados. Nuestros compañeros de
Intendencia lo tenían aun peor, pues aparte de compartir con nosotros las
exigencias del servicio de cuartelero también tenían la guardia de
aprovisionamiento. No tuvo nada de particular que un día se plantaran ante el
Comandante de Brigada para pedir el poder hacer guardias en el puente o en
cubierta; nosotros, los infantes de marina ya sabíamos que habría luz al final
del túnel, por lo que no quisimos unirnos a sus demandas y continuamos con
nuestros exigentes servicios.
La
escala en Lisboa nos permitió conocer un poco una marina de la OTAN, y allí
visitamos sus escuelas, incluyendo la Escuela Naval. Fueron unos días
agradables, pero ya nada podía igualar a nuestras experiencias
americanas.
Brest
también nos permitió conocer la Escuela Naval francesa y conocer cómo vivían en
ella sus guardiamarinas, nada comparable a nosotros: ellos en el siglo XX,
nosotros en el XVIII. Ostende completó la toma de contacto con las marinas
europeas, allí también visitamos las Escuelas de la Marina y nos divertimos por
las calles de esta bonita ciudad costera belga, teniendo también ocasión de
visitar Bujas y Bruselas, aunque ya no veíamos la hora de acabar el viaje, lo
que estaba previsto hacer en el puerto de Almería en donde se celebraba la
Semana Naval, y en donde se concentraban todos los buques de la Flota.
Ya
luciendo la solitaria estrella de Alférez, volví a mi casa de Ferrol en donde
pasamos aquel verano. Teníamos una buena pandilla y alternábamos la playa
-cuando el tiempo lo permitía- con aperitivos en las terrazas del Cantón y con
salidas por la tarde al Club Náutico o al Club de Tenis. Ferrol era un sitio
divertido cuando se tenían veinte años y algo de dinerito fresco en el
bolsillo, así que entre copas, mariscadas, teatro y bailes pasamos un verano
magnífico, sabiendo que al final me esperaban los "valientes por tierra y por mar": la auténtica Infantería de Marina.
Como
decía en la entrada anterior, esta es una narración de acontecimientos que
sucedieron en el siglo pasado, hace cincuenta años, en la que se mezclan hechos
y opiniones, amenizados con pinceladas del ambiente y visión del mundo de los
jóvenes de la época.
Recuerdos de un Aspirante
http://reymeric.blogspot.com.es/2017/06/cuando-las-brisas-soplan-serenas-i_19.html
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