Cuando en la villa y corte reina la noche, las inesperadas visitas de Gurtano Biurno suelen levantar mi abatido ánimo con el relato de sus hazañas en la turma. Este viejo amigo hispano, también desafía mi pesimista perspectiva sobre la situación actual de España y del mundo ―que no da muchas alegrías a quienes ya hemos visto mejores tiempos… o que lo creíamos―. Su último consejo para no caer en la melancolía fue que escuchara los lejanos ecos de “aquellos maravillosos años”, (1) recordando algunos episodios de la feliz infancia y adolescencia. La claridad del alba y el aroma del café me decidieron a pasar de las musas al teatro, así que con With a Little Help from my Friends de fondo, comencé a hilvanar una entrada con los recuerdos que un “Kevin ferrolano” vivió en los años cincuenta y principios de los sesenta.
Los primeros ecos de la infancia que aparecen son los juegos en las plazas y parques, en donde nos divertíamos lo más posible, con pocos medios pero con mucha imaginación, además de recibir algunas lecciones de historia por la misma plata. En la España de la posguerra civil la oferta no era abundante, como los recursos, que solían concentrarse para adquirir juguetes con ocasión de santos, cumpleaños y la festividad de los Reyes Magos.
EL MARQUÉS DE AMBOAGE |
Como con el trascurso de los años la memoria flaquea, comenzaré describiendo, con cierta prevención, los juegos más sencillos, como: el guá y las bolas, que practicábamos en la plaza de Amboage, cuando tenía la superficie de tierra y una cruz de los caídos, hoy lamentablemente exterminada. En ella don Ramón Pla y Monge observaba impertérrito desde su pedestal nuestros juegos, recordándonos su éxito en la vida y la importancia de la magnanimidad para que no te olviden en tu cuna. Para el primero se hacía un agujero en el suelo (el guá) y se jugaba con bolas de cristal y algunas de barro. En él se empleaban voces esotéricas como: primera, truque, matruque, pies, pasobola y guá, cuyo significado se lo ha llevado la resaca del tiempo. Para el segundo, se pintaba en el suelo el perfil de una barra de pan y una raya a un par de metros de distancia, desde la que se lanzaba la bola de cristal para cazar a las de barro colocadas dentro, y que luego te llevabas de premio. También podías llevarte, cuando estaban maduros, algunos dátiles de las grandes palmeras que todavía orlan la acera de la calle Real.
El trompo o peón solía ser de madera de pino, pero los llamados de júcaro con horrón de tope provocaban el terror cuando alguien los ponía en juego, pues podían romper el tuyo. Se lanzaban con un cordel que llevaba en un extremo una moneda de dos reales. Los peones podían bailar normal sobre su eje o a la virulusa, o sea: invertido. Bolas y peones se compraban en pequeñas tiendas, siendo las más populares: Monso, El Peido Bocho y El Niño Judio; cada una con su producto estrella, que he olvidado cual era.
Galopa, era otro juego muy divertido, en el que un equipo, agarrados por los hombros, formaba un corro, para que el otro equipo saltara encima. También se me han borrado las reglas del juego. El llamado arriba facu, tenía sus voces y señales: picos, porros, o tainas, y te podía dejar descangallado cuando te caía encima el gordo del equipo contrario. La billarda era también muy popular y se jugaba con dos palos, que nosotros mismos preparábamos: uno largo para golpear y otro corto afilado en ambos lados, el pide, al que en un primer golpe había que levantarlo en el aire, para que con un segundo lanzarlo lo más lejos posible. A continuación, había que estimar la distancia medida en longitudes del palo largo.
El juego del pañuelo tampoco requería grandes inversiones, pues con un simple pañuelo de bolsillo, alguien que lo sostuviera desplegado vertical y dos equipos, podías pasar un buen rato. De cada uno de los equipos, situados a unos diez metros del pañuelo, salían los corredores convocados por su número a la voz de quien lo sostenía, dispuestos a llevárselo para su equipo, y vigilando las tretas del contrario para que no se lo llevara. Piernas y maña eran las claves. Después, hay quien dice que los deportes los inventaron los de la taifa luterana: ¡que se den una vuelta por Ferrol...!
El futbol era uno de los juegos que más atraía a los cativos; se jugaba con balones de badana cuyas costuras eran frecuentes víctimas de desgarros por los que salían sus tripas neumáticas en cuanto recibían algunas patadas de más, lo que les daba un bote errático muy divertido, pero el juego continuaba. Cuando las borrascas azotaban la ciudad, salvaban la jornada los “Juegos Reunidos” Geiper, el parchís, la oca…y tiro porque me toca. También eran juegos caseros los soldados de papel, editados por La Tijera y que vendía la papelería El Correo Gallego de la calle Real, que luego recortábamos y pegábamos en casa. Los aires marciales soplaban en todas partes.
JORGE JUAN Y SANTACILIA |
A estos lugares de juego llegaba el barquillero: un personaje muy popular, quien cargando a la espalda su tambor rematado con una ruleta nos permitía un pequeño juego de azar, pues una vez pagado lo que querías, hacías girar un cursor que determinaría el número de barquillos que recibirías por la misma cantidad de dinero. Otro vendedor ambulante que frecuentaba los parques traía pirulís, que eran dulces hechos de caramelo de azúcar envueltos en un pequeño cono de papel de estraza con un palillo para aguantarlo. El vendedor los anunciaba diciendo: «pirulís de La Habana, que se comen sin gana…» Sentados en los bancos del paseo de Herrera, tomando pirulís o barquillos, don Jorge Juan y Santacilia desde su pedestal, pensaba en el diseño de su siguiente navío, sostenía bajo su brazo izquierdo un libro y en su mano el sable, señalando al Arsenal con el derecho extendido, como una opción digna para quienes quisieran servir en la Armada
Los jueves, era obligado quedarse en Herrera para oír el concierto de la Música del Tercio Norte. Allí siempre nos preguntábamos que sería aquello tan misterioso que se contaban a baja voz, con su arma presentada, los centinelas de Infantería de Marina cuando los relevaba el cabo de guardia. Podría ser algo relacionado con el secreto de confesión que San Juan Nepomuceno ―Patrono de éste Cuerpo de la Armada, y mártir del secreto confesional― no le quiso contar al rey de Bohemia sobre los pecados de su esposa, y del que, posiblemente, el Cuerpo era custodio. También veíamos con asombro como llegaba a Capitanía un soldado con su arma colgada, y como al poco rato regresaba al Tercio andando por la calle Magdalena, pero esta vez llevando armado en su fusil el machete-bayoneta, listo para defenderse en aquel “peligroso” itinerario por las calles del barrio ―solo comparables a la ruta Ho Chi Minh― de quien osara intentar robarle el sobre que contenía el santo, seña y contraseña del día: Fidias, Fitero, Foque.
Las niñas tenían sus juegos específicos, de los que era muy popular las tabas, que ellas mismas fabricaban con astrágalos de cordero que después de cocer y limpiar, pintaban con barniz de uñas para luego guardarlas en una bolsa de tela. El diábolo también era muy popular; se bailaba primero con dos palos unidos por un cordel, para luego lanzarlo alto al aire y recogerlo al caer. Saltar a la comba era otro de sus juegos preferidos, mientras cantaban antiguas canciones del romancero castellano como: «A un Capitán sevillano siete hijos le dio Dios…»; otra canción popular entre las niñas era procedente de la época de la Reina Gobernadora María Cristina: «María Cristina me quiere gobernar y yo le sigo le sigo la corriente…». También de épocas pasadas, procedente de Francia, cantaban «Mambrú se fue a la guerra», siendo Mambrú una deformación fonética de Marlborough, el famoso general inglés de la Guerra de Sucesión Española, quien por cierto nunca combatió en España; y la canción francesa «Ana María la fea llora y patea, porque se va su novio para la guerra...» de la época de la I Guerra Mundial.
Los jardines de la Mella eran suficientemente grandes para los juegos que juntaban más niños, como grande era también el obelisco que dominaba el lugar e inmortalizaba al heroico brigadier Churruca, muerto a bordo del navío “San Juan Nepomuceno” en el combate de Trafalgar, que llevaría la desdicha a numerosas familias ferrolanas: Immortaliti Churrucae incliti ferralii decoris. Todavía en el mes de octubre dobla el eco de sus lamentos. Biurno estaría de acuerdo con Horacio cuando afirma que Dulce et decorum est pro patria morit, lo que recuerda a quienes siguieron la llamada de Marte que el combate es la esencia de la carrera de las armas, y que a veces hay que pagar impertérrito un precio.
OBELISCO DE CHURUCA |
Algunos juegos los compartían niños y niñas, aunque no muchos, y el más popular era el que se jugaba acompañado de la canción: Amo, Ato, matarilerilerile, Amo, Ato, matarilerileró. Se iniciaba formando dos grupos de niños y niñas, que cogidos de la mano se enfrentaban uno a otro, y mientras uno de ellos avanzaba el otro retrocedía, ambos al paso cadencioso de la canción, «¿Qué quiere usted, matarilerilelile?», preguntaban las niñas, «queremos caramelos, materilelireró» contestaban los niños, para a continuación invertir el proceso y cantar nuevas estrofas, como «que nos deis un beso....» J.M.G. Le Clézio, premio Nobel de Literatura en 1980, en su novela Coeur brûle et autres romances, recoge este juego, que los protagonistas cantan cuando vivían en Méjico, a donde debió llegar desde España, o a la inversa.
La noche del 30 de agosto se cerraban las vacaciones de verano con una función característica en la Plaza de Amboage: los fuegos de San Ramón. Hasta allí llegaba de Jubia el maestro foguetéiro Millarengo, para preparar, bajo nuestra atenta supervisión, varios artilugios a lo largo del perímetro de la plaza, a los que daba fuego secuencialmente para concluir, como traca final, con “La Portada”, que simulaba la fachada de un edificio. Nosotros quedábamos pampos con los efectos artísticos de los fuegos y los ruidos de las explosiones en el aire.
Un motivo especial de alegría para los niños de Ferrol era la llegada del guiñol. Para asistir a la función teníamos que pasar por el estanque, que adornaba una fuente Wallace, fabricada en hierro por Charles Lebourg, comprada por el Ayuntamiento en la Exposición Universal de Paris de 1889, recordándonos el carácter cosmopolita de Ferrol. En la pista central del parque, el Guiñol del Maese Villarejo con sus muñecos Gorgorito, Rosalinda y el lobo, nos engatusaban con sus aventuras y preguntas: «¿Por dónde se fue el lobo?», a lo que contestábamos a gritos, cuando Gorgorito lo preguntaba: «por allí…» «¿Habéis visto a Gorgorito? ... ¡Nooooooo!», si lo hacía el lobo... El remate final era la canción de Gorgorito, que cantábamos todos juntos a voz en grito, y que todavía recordará quien alguna vez la oyera: «Los buenos han ganado, los malos han perdido y el pobre Gorgorito, que tanto había sufrido, té, chocolate y café, té, té, té» …
El Parque Municipal también fue el escenario en el que algunos jóvenes ferrolanos se reunieron para cantar coros de zarzuela en una función benéfica, organizada por el polifacético erudito don Manuel Arévalo. Nosotros asistíamos a los ensayos en los que aprendimos la mazurca de las sombrillas de Luisa Fernanda que cantaban “damiselas y pollos” de Ferrol, ellas hoy ya encantadoras abuelas: «A San Antonio como es un Santo casamentero, pidiendo matrimonio, le agobian tanto». Cuando llegaba la época, del Parque Municipal no te ibas sin un buen puñado de castañas que nos regalaban sus frondosos castaños galaicos, que allí siguen, desafiando borrascas.
El Circo era otra novedad que alteraba nuestra rutina. Solía sentar sus reales en la Plaza de Sevilla, en la zona de la Puerta Nueva, así llamada por ser la última abierta en las murallas de Ferrol y que daba acceso a la carretera de Castilla. El circo más popular era el “Atlas”, de los Hermanos Tonetti, a donde íbamos pagando la tarifa de “niños y militares sin graduación”. Ni que decir tiene que disfrutábamos de lo lindo viendo a los domadores con las fieras, a los trapecistas, y las bromas de los payasos Tonetti, que solían rematar con un dúo en el que uno de ellos tocaba el saxofón y el otro cantaba la canción de la historia de un payaso: «Oh, my papa, to me he was so wonderful, oh, my papa, to me he was so good».
LOS HERMANOS TONETTI |
La llegada de la Navidad siempre era motivo de alegrías. La anticipaba la apertura del escaparate del turronero de Alicante, Vicente Arqués, qué se instalaba en la calle Real al lado del periódico “El Correo Gallego” y que nos dejaba pampos, deseando poder reunir el dinero necesario para comprar las muestras de sus deliciosos productos que vendía en cajitas de madera. Para anunciar su llegada, el heraldo principal era el sorteo de la Lotería Nacional. En la sede del periódico se instalaban altavoces conectados a la radio y pizarras en las que se apuntaban los números, para permitir buscar su suerte a los ferrolanos agolpados en la puerta, mientras seguían los trinos de los niños de San Ildefonso... ¡cuatro mil novecientos treinta y siete… cinco mil pesetas! Se decía en Ferrol que el gordo había caído una vez en el acorazado “Alfonso XIII”, pero yo no he conocido en mi vida a nadie al que le haya tocado el gordo, pero al parecer, tocar, toca, y a veces en la Marina.
Antes de Navidad, la construcción del belén ponía a prueba las habilidades de carpintero de mi padre, que montaba sobre una plataforma de madera con todos los elementos necesarios: el portal, el molino, el rio, el pueblo, el castillo de Herodes, con la escena cubierta por un cielo hecho con papel azul en el que se pinchaban con alfileres estrellas de papel de plata. El paisaje estaba cubierto de musgo que recogíamos en el campo, y los caminos hechos con Pedramol; en fin, una obra de arte que siempre veíamos crecer con asombro. La referencia de cualquier belén era el que el imaginero ferrolano Alfredo Martín instalaba en la sacristía de la capilla de la Orden Tercera de San Francisco, y que era obligado visitar y oír la descripción del paje diciendo: «Este es un nacimiento muy original, construido en estilo oriental…», brillante pareado con el que el vate ferrolano iniciaba su explicación. Allí veíamos figuras que se movían, saludaban, agua que corría por el río, noria girando, y cielo con amaneceres y atardeceres. A nosotros nos tenía totalmente engatusados e íbamos a verlo cuantas veces podíamos.
Siguiendo el onírico consejo de mi viejo amigo hispano, ciudadano romano, los recuerdos que esta entrada relata son solo algunos de los acontecimientos de “aquellos maravillosos años” que han permanecido en la memoria. Alguien podría objetar que las voces de picos o tainas, no se empleaban en galopa, sino en arriba facu; que el juego se llamaba ahí va facu, no arriba facu, o que el secreto que se contaban los centinelas en Herrera en sus relevos no era más que los resultados del Racing…; pero, sin ánimo de polemizar, creo con un ilustre escritor colombiano que «La vida no es la que uno vivió, sino la que uno recuerda y como la recuerda para contarla”.
(1) Serie de TV, 1988-1993, de Neal Marlens y Carol Black.
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