martes, 18 de agosto de 2020

RETORNO A LA ISLA DE LEÓN


                                                                                                  
En el año 1968, un jueves de junio qué lucía mas que el sol, visité la Isla de León por vez primera. Era el día de Corpus Christi. Se intuía el final de época.
 Las calles estaban llenas de gente para ver pasar la procesión: la custodia con escolta militar, presbíteros, acólitos, devotos, niños vestidos de primera comunión, representantes de las cofradías, el Alcalde con la corporación municipal bajo mazas, y el Capitán General acompañado de comisiones militares vestidos de gala; cerraba la procesión una compañía de honores con bandera, banda y música: todo un espectáculo. En el aire, un aroma de incienso y flores, y en los balcones, con frontales de damasco o banderas, las personas arrojaban pétalos al paso de la custodia.
Las unidades de la guarnición cubrían la carrera, rindiendo sus armas rodilla en tierra al paso de la custodia. Era una apoteosis religiosa en la que se manifestaban aspectos civico-militares del régimen, entonces empeñado en la modernización de España. Al concluir la función, desfilaban ante el Capitán General las unidades que habían cubierto la carrera. Todo el conjunto contribuía a confirmar el carácter castrense de San Fernando. Me recordaba mi Ferrol natal, en cuya procesión yo lucí mis galas de marinero de primera comunión.
En los años siguientes volví a San Fernando para visitas profesionales al Arsenal de La Carraca, la Empresa Nacional Bazán, la Fábrica de Artillería de San Carlos, el Panteón de Marinos Ilustres, y el Cuartel de Batallones de Marina; hasta que en 1971 volví ya para residir allí. Desde entonces la Isla fue mi hogar en repetidas ocasiones, en periodos de dos años, hasta llegar a un total de dieciséis.
En el año 1974, destinado en San Fernando, la Compañía en la que yo servía cubría la carrera el día del Corpus Christi. Con un calor de justicia esperábamos el paso de la procesión, mientras veíamos como la gente en ropa playera, con sillas y sombrillas, huían hacia la playa. Pocas almas piadosas adornaban las calles y balcones. Rendimos armas al paso de la custodia, y desfilamos al acabar la procesión. Vivíamos en los amenes del régimen de Franco, y sus manifestaciones religiosas no estaban muy concurridas. Era el final de una época de nuestra historia.
Siempre me sentí muy unido a esa ciudad, fundamentalmente por motivos profesionales. En ella, mis primeros amores de juventud me descubrieron alguno de los inescrutables misterios del carácter femenino; mis camaradas de armas isleños, oficiales y suboficiales veteranos, me introdujeron en los secretos de la milicia, y en particular en los del Cuerpo en que servía. Fue una etapa de aprendizaje, de aciertos y errores.
La movilidad, a la que me obligó la profesión, hizo qué el cuartel de Batallones de Marina de San Carlos fuera la vivienda en la que residí más tiempo de mi vida, hasta que colgué los hábitos. En el Hospital de Marina nació mi hijo varón, un día en el que en el Tercio de Armada tronaba el cañón rindiendo los honores de ordenanza a don Juan de Borbón que visitaba la unidad.
Desde el principio aprecié las cualidades de la vida tranquila de San Fernando, sus costumbres, gastronomía, playas, y el calor de los amigos que intentaban hacer la vida agradable a los ferrolanos que habíamos “secado los pies”; y como no, sus damas, algunas de corazones… y otras de espadas.
Con los años, siempre volví con ganas a pasar periodos de descanso, y disfrutar de su magnífica Semana Santa. Este verano he vuelto a residir unos días en La Isla, invitado por unos amigos, quienes con la tradicional hospitalidad isleña nos abrieron su casa, lo que nos permitió recuperarnos un poco de los acaecimientos de un año para olvidar.

LA PLAZA DEL REY
LA PLAZA DEL REY


Recorrí la calle Real con el fresco de la mañana y me premié con unos churros del “44” en la Plaza del Rey mientras charlaba con un viejo amigo y antiguo jefe. Me agradó ver que el isleño General Varela seguía cabalgando en el centro de la plaza, pero encontré incomprensible la iconoclasia de los ediles, con la KulturKampf que han emprendido para descabalgar a un hijo del pueblo, que inició a los catorce años el ascenso de los peldaños de la milicia, desde educando de banda, pasando por cabo y sargento, hasta llegar a Capitán General del Ejército, y con dos Cruces Laureadas en el pecho… ¡casi nada! Es despreciable el interés por destruir todo el pasado de la ciudad que no sintonice con las letanías de consignas que predican estos “progresistas de estero”.



Me desagradó ver que la imagen del Corazón de Jesús había desaparecido de la fachada principal del Ayuntamiento, al parecer en aplicación de la malhadada ley de la Memoria Histórica. Según me contó mi antiguo jefe, un piadoso benefactor consiguió recuperar los azulejos de la imagen y financiar su instalación en la esquina de la calle del Almirante Faustino Ruíz.
Con las restricciones de gasto, que deberían ser la norma en todas las administraciones, me sorprendió el 16 de julio, día de la Virgen del Carmen, los fuertes fuegos de artificio, unos próximos y otros mas lejanos, celebrando no sé qué, quizá el “día de la mascarita”, porque la feria se había suspendido. Aquello era un despilfarro de dinero, o en términos militares: tirar con la pólvora del rey. Cui prodest? El dinero, por ejemplo, estaría mejor empleado en una restauración de urgencia de la Casa Lazaga antes de que le cayera encima a algún viandante…o al tranvía, si algún día entra en servicio.

LA CASA LAZAGA

Mientras paseaba por la calle Real, me asustaron los toques de timbre del tranvía en su recorrido, pero vi con asombro que no llevaba viajeros, y procuré enterarme de la razón. Pues bien; al parecer el tranvía estaba en la fase de “integración” y todavía no podía incorporarse a las vías de Renfe para llegar a Cádiz. Creo recordar que el proceso de obtención del tranvía Chiclana-Cádiz comenzó hace diez años. Todo un éxito.

EL TRANVÍA POR LA CALLE REAL

        Da gusto ver los espacios culturales que ofrece San Fernando, con su Museo de la Ciudad y el nuevo Museo Naval, pero uno de los principales activos de La Isla es su playa de Camposoto. Se tardó años en conseguir que el Ministerio de Defensa desviara la línea de tiro del Polígono González Hontoria para permitir su uso público. 
    Subsiste en ella el problema del aparcamiento, pués de nuevo el Ayuntamiento, “ecológico, sostenible, inclusivo, y paritario...”, prefiere la incomodidad de los usuarios a la de los escasos cangrejos que merodean por los secos esteros. Para solucionar el problema del aparcamiento, han ampliado un poco el arcén en la carretera de la playa, pero en el arcén del lado contrario han construido un bordillo para que los usuarios destrocen las puertas de sus coches o tengan una lesión lumbar al contorsionarse para salir de ellos al subirse a una acera demasiado alta. En fin: “ingeniería estérica”.
También hay que alabar la proliferación de excelentes restaurantes repartidos en los barrios, que complementan a los habituales bares de tapas, entre ellos: "Casa Naca", "La mar de fresquita", el "Bodegón Andalucía"... Disfrutamos de la magnífica cocina y servicio de “La Alhóndiga”, en el que cenamos sentados en su terraza, con el fondo rosso pompeiano de la remozada fachada trasera del Ayuntamiento.
Completamos la gastronomía con una visita a un freidor para comprar una selección de sus productos típicos: bienmesabe, chocos, huevas, chipirones… pero no pude menos que llamar la atención del encargado por el descuido con que tenían colgado una lámina del maestro “Camarón de la Isla”. Intolerable. Prometió enmendarse.
Dejando las críticas edilicias a un lado hay que alabar el sentido cívico de los isleños que obedecen la consigna del incompetente y mentiroso gobierno nacional de usar las mascaritas, incluso al pasear por la playa, haya levante, poniente, o lo que sople ese día. En la playa se pueden ver a damas y señoritas luciendo sus pechos desnudos al sol, pero con la mascarita en la cara. Produce regocijo.
En resumen: unos días excelentes gozando de la amable hospitalidad y cocina de nuestros anfitriones, que me permitieron apreciar los avances en el nivel de vida del que disfrutan sus habitantes, y recordar nuestros años en La Isla, a donde prometimos volver.